
El agua de la ducha hervía, quemaba en la punta de mis dedos. Era tan temprano que las sábanas todavía olían a mi último sueño y el frío se traspasaba hasta mi nariz sonrojada. El invierno se veía en las farolas, pero yo sabía que lo era por las notas suaves que venían del salón. Él era así, y con gestos como este se ganaba mi corazón, cada día.
El piano llegaba casi inaudible, si acaso un leve suspiro. Era nuestro claro de luna, el despertar polar que me regalaba todos los amaneceres como si de algo normal se tratase. Yo dejaba entonces el grifo abierto y caminaba haciendo crujir la madera debajo de los pies desnudos. Al asomarme por la puerta del salón y verle así, agachado frente al tocadiscos, sentía esa especie de impulso irrefrenable de colmarle de todas las palabras hermosas del mundo, sin siquiera llegar a acercarme a abrirle del todo mi corazón...
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